
Allá por 1985, Orson Scott Card publica El juego de Ender, novela que ganó los premios más importantes del género de ciencia ficción. Planteó ya entonces un escenario que contenía claves proféticas, el de lo virtual como campo de poder político, absolutamente decisorio del rumbo de la sociedad humana imaginada.
En un contexto lejano a la guerra con los insectores, el uso de las redes sociales empieza a vislumbrarse en su dimensión política y social en hechos impactantes como la “primavera árabe” (2010-2012) o el 15-M (2011) en España. Seguidamente, el alarmante, aunque poco esclarecido y menos regulado, uso y abuso de las redes sociales en campañas políticas como las de Donald Trump y, coincidentemente, otros grupos de extrema derecha con escaso o nulo programa político (complete según corresponda). De la mano, estrategias de marketing, como las curiosas innovaciones de Google (que solemos percatarnos cuando prestamos algo de atención tras una búsqueda cualquiera), el GPS y otras advertencias que varios activistas informáticos vienen realizando.
Pero en general el uso cotidiano de las redes sociales, los influencers, los comentarios de los seguidores y los hilos de Twitter se nos antojan más caprichosos, torpes y sobre todo, cuando queremos ver algo político allí, encontramos ecos, amplificaciones, de argumentos no solo vacíos sino autoritarios y polarizados. Y en el mejor de los casos, podremos encontrarnos algunos otros, reflexivos o constructivos, no obstante acotados a burbujas de afinidad a las que buenamente optamos por pertenecer.
Señalando con el dedo (in)moral y acusatorio, reeditamos prácticas inquisitoriales desde burbujas de poder parcializadas. Pero no por ello menos efectivas a la hora de levantar barreras segregatorias entre nosotros y ellos, y reproducir una forma argumental de suma cero. Argumentamos, si cabe, apuntando a matar. A matar la palabra y a quien la pronuncia (o creemos que la pronuncia). Y eso no solo desde posturas de extrema derecha sino también desde el más estrecho compromiso moral de posturas progresistas o justas causas.
El escenario cotidiano del uso de las redes sociales (por no ampliar más la mirada) se torna un objeto de tecnología de poder (difícil escapar a Foucault en este campo) que aparenta ser poca cosa para tomarlo muy en serio y se cuela en forma de mera opinión en los espacios de ocio, de trabajo, de grupos o con vínculos estrechos o débiles, como familiares o ex compañeros de colegio, que tantas sorpresas nos deparan al comenzar a ver algunas publicaciones y comentarios.
Con una tendencia creciente a ser transgeneracional, transnacional y varias adjetivaciones más, este uso cotidiano y constante de las redes sociales reclama un lugar en la construcción de legitimidades y discursos (y por tanto un rol político) que anticipa un modo de participación política y ciudadana, con sus estrecheces y con sus potencialidades. Si sus alcances, condicionantes o factores, son contextuales (no siempre podemos vivir un escenario como el del 15M), hay un estilo y un modo de comunicación que hace pensar en lo que Marcia Tiburi (Akal, 2019) entiende como una tecnología de poder construida en torno al autoritarismo de la vida cotidiana, en su caso en Brasil, pero no sólo.
De su provocadora pregunta Cómo conversar con un fascista, abre varias rutas de pensamiento para interpelarnos por qué (más que cómo) deberíamos continuar conversando ante un ambiente político signado por el autoritarismo. Pero también insta a preguntarnos cómo hablamos de cara a una matriz autoritaria, de la que difícilmente sabemos escapar, agregaría con licencia propia. Aún pendiente de conjuro y deconstrucción, el autoritarismo en nuestro modo de vida y de ser, muestra su férrea, plástica y global vitalidad.
Tiburi también habla de psico-política porque en la base subjetiva del autoritarismo, promovido y cultivado por medios de comunicación y desde el propio aparato de gobierno, yace la pulsión de muerte, la aniquilación del otro; en frente y en tensión, la pulsión de vida, la misma que hace del otro una necesidad y una apertura al mundo, al diálogo.
Somos testigos de una reedición del fascismo como clave y como fantasma de nuestra época, para entenderla y para entendernos. Pero también una búsqueda que vuelve sobre sus pasos, tras el letargo neoliberal que dejó de lado grandes matrices, de pensamiento y de análisis, de afinidad pasmosa entre sí, que imaginó personas y sociedades sin clases, sin racismo, sin historia, sin relaciones de poder.
Mientras, seguimos generando opiniones como balas destinadas a aniquilar al oponente y quedarnos frescos y redondos, sintiéndonos los protagonistas de un cuento con hilos de hace siglos tejidos. Entre tanto, resulta válido preguntarse ¿qué elementos están operando en esa tecnología del poder y cómo podemos producir alternativas?
Texto de Georgina Granero.